Todavía recuerdo la primera vez que entré en Imaginarium. Me encantaba pasear por la puerta y observar las luces, los colores, los juguetes y esas cosas, aunque en el fondo no terminaba de atreverme. A mí me cogió un poco mayor (en mi época no existían este tipo de tiendas) pero en realidad no me importaba porque conseguían hacerme volver a la infancia y olvidar, por un momento, que el tiempo pasa, quizás, demasiado deprisa. Un día me armé de valor, entré por la puerta grande, miré a la dependienta a los ojos y formulé la pregunta: «Por favor, ¿me pone usted una tabla ouija?» La verdad es que no entendí su reacción. La pobre mujer se llevó las manos a la cabeza mientras decía con la voz entrecortada: «Pero, pero… Eso no es un juguete…» Me fui de la tienda triste y apesadumbrada. «Otro sitio donde no la tienen», pensé… «¡Pues a ver cómo lo solucionamos, porque no hay teléfono en el infierno y cada uno se comunica con sus demonios como le da la gana…»
Imaginarium
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